miércoles, 7 de enero de 2009

Un cuento de Navidad

El aire está cálido, pero la brisa da esa sensación agradable en el rostro que me hace cerrar los ojos y sonreir. Es una frescura limpia, pura, que genera sentimientos de libertad.
Las calles están vacías; no se escuchan los ruidos de los autos, los de los camiones de la basura que habitualmente pasan a esta hora, no se ve gente que salió a caminar. Están todos celebrando, reunidos con sus familias, abriendo regalos, intercambiando alegrías.
En una esquina puede verse un gato que, aprovechando que no hay nadie, se roba un poco de sobras de una bolsa de basura que desgarró con sus uñas.
Las casas están coloridas, con adornos en las puertas y con luces en las ventanas. A través de ellas pueden verse los arbolitos armados con bolas de colores, estrellas brillantes y luces danzantes.
Hay una de ellas que me llama la atención. Una ventana de una casa a través de la cuál se observa una típica imagen navideña.
La familia está sentada alrededor de una mesa enorme. Ellos son pocos, pero con la alegría que tienen, con las sonrisas que ocupan sus rostros enteros, parecieran ser un montón. Los platos ya están casi vacíos y las velas casi consumidas. Los adornos hacen parecer a la comida como en un segundo plano.
El padre se levanta y va hasta la habitación hasta que se pierde de vista. Los chicos, que corren alrededor de la mesa con los brazos en alto, juegan y se divierten entre ellos. La madre se pone a jugar con los chicos que, entretenidos, no notan que vuelve el padre y coloca los regalos debajo del arbolito. Es tan lindo. Brilla gracias a las luces que parecen bailar, por momentos descontroladas, por momentos armónicas.
Despacio, vuelve a sentarse en la mesa y le pide a sus hijos que vuelvan a sentarse para comer el postre. Están por dar las doce.
La madre va hasta la cocina y anuncia que desapareció la comida que habían dejado para Papa Noel y que el agua y pasto para los renos no estaban más.
Los chicos, sorprendidos, salen disparados como un rayo hacia la cocina. Efectivamente faltaba la ofrenda que horas antes habían preparado para el benéfico Santa.
El padre entonces levanta la cabeza en señal de estar escuchando muy atentamente lo que pasa en la habitación contigua. Se acerca el dedo índice a la boca indicándole a los niños que hagan silencio.
- Escucharon eso? – Pregunta bajito.
Nadie responde.
- Me pareció oír ruido en la chimenea.
Sin decir palabra más los chicos corren de la cocina al living donde se encuentran con un arbolito lleno de paquetes envueltos en preciosos colores.
La emoción que sienten es indescriptible.
Ambos niños miran al padre al mismo tiempo pidiéndole que lea para quién es cada regalo. No pueden esperar un minuto más.
El padre reparte a cada unos sus regalos y se sienta con la esposa a observar a los hijos disfrutar de ese momento. Ver tan felices a sus seres más queridos es impagable y le genera la mayor felicidad que jamás imaginó.
Todo esto se debe estar repitiendo en todas, o casi todas las casas de la cuadra. Y es ahí cuando me preguntó por qué a mi me tocó tener que andar recorriendo la calle en busca de comida, revolviendo tachos y durmiendo en plazas.

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