martes, 14 de octubre de 2008

Decir lo que hay que decir

Cuando cortó se quedó pensando en todo lo que tenía que haberle dicho. No era la primera vez que se quedaba con las palabras en la boca y tenía que tragárselas. Y el sabor amargo que le provocaba no se le iría por largo rato. Claro está que la solución era vomitar las palabras, poder sacarlas de adentro para liberarse y sentirse mejor.
Siguió imaginando cómo sería la conversación si la volviera a llamar. Pensó una y otra vez lo que le diría y las respuestas que ella le daría. Dio vuelta el discurso para ver si evitaba sus reproches, si por una vez conseguía que salga de la terquedad y lo pudiera escuchar. Eso, necesitaba ser escuchado.
Tomó el tuvo del teléfono y se frenó un segundo. Tomó aire como queriendo convencerse de que lo que iba a hacer era lo correcto. Justo antes de poner el dedo sobre el primer número tuvo una brillante idea. La mejor. La única que evitaría lo que siempre le molestaba de esas conversaciones. Algo que no se le había ocurrido nunca antes y que ahora estaba dispuesto a hacer para poder sentirse pleno: la llamaría y hablaría sin parar. Le diría todo en un tono lo suficientemente prepotente como para que ella no lo interrumpa, pero lo suficientemente cordial como para que no le corte.
Entonces de esa manera lograría hablar sin tener que escucharla y así poder decir todo lo que tenía que decir. Porque tiene mucho guardado y tiene que sacarlo. Porque hace mucho que acumula y no quiere seguir escatimando palabras. Es por eso que va a decirle todo.
Entonces baja la mano completa, con el dedo índice estirado como si estuviera señalando. Lo posa suavemente sobre el botón del teléfono que tiene un número cuatro en él. Luego, sin tener que pensarlo y a una velocidad increíble, hace lo mismo sobre el botón que tiene impreso el número ocho, luego sobre el dos, el uno, el tres, seguidamente sobre el seis y el siete y finalmente se posa como triunfal sobre el cuatro.
Suena. Qué terrible ese sonido; el sonido que ahora significa espera infinita. Cada vez que escucha el tono en su oído, se imagina que recorre a toda velocidad el cable telefónico, hasta llegar a una enorme red de cables donde encuentra el camino directo hacia la central. Sigue, siempre dentro del mismo tramo de cable de cobre, hasta que llega a un tramo final. Siente que el camino se hace más veloz, que entró en una autopista de luz directo hacia la central, donde siente que va a llegar, pero lo único que sucedes es que sigue hacia su rumbo. Y así, pasando por distintos nudos, va acercándose al hogar destino de la llamada.
Su imaginación se ve interrumpida por un “hola” que llega desde el otro lado de la línea.
Se queda un segundo en silencio y empieza a hablar:
“Mirá, estuve pensando todo lo que hablamos. La verdad es que no estoy para nada de acuerdo con lo que pensás, más que nada con eso de que yo no me preocupo por la pareja. Si fuese así, no me hubiera quedado todo este tiempo pensando en nosotros y la conversación que tuvimos. No me hubiese quedado repasando mentalmente mis actitudes y cómo ellas afectan a la relación y cuánta de la responsabilidad de lo que nos pasa es mía, y por lo tanto, cuánta es tuya. Llegué a la conclusión de que vos sos tanto o más responsable que yo respecto a los problemas que tenemos, especialmente sobre aquellos que me querés tirar a mí y lavarte las manos. ¿Sabés todas las veces que yo...”.
Así, siguió hablando durante alrededor de 40 minutos. Cuando terminó de decir todo lo que tenía que decir, finalizó la conversación del siguiente modo:
“... y así es como me siento. Espero que puedas entenderlo y pensar en esto como yo pienso. Y dedicarle tiempo como yo le dedico. Y que de ahora en adelante me dejes expresar y opinar como pude hacerlo hoy, así que nos vemos mañana.”
Cortó. Bajó el tuvo y lo apoyó sobre el aparato telefónico para terminar con la comunicación.
Suspiró fuerte. Volvió a tomar aire en forma profunda por la boca y lo expiró luego.
Se sentó como cansado. Había pasado los 40 minutos parado, hablando en voz potente y con una especie de tensión.
Decidió irse a dormir, a pesar de que todavía era temprano. Igualmente sabía que no se dormiría enseguida. Sabía que se iba a quedar pensando en la charla y las repercusiones, la importancia de haber hecho lo que hizo. Y así fue, tardó más de una hora en dormirse; pero esta vez no le preocupó. Estaba bien tranquilo, porque no sabía que en ese mismo momento, una señora de aproximadamente unos cuarenta años, estaba cenando con su familia y les estaba contando que un loco había llamado por teléfono hacía más de una hora y había hablado sin parar sin identificarse y sin dejarla hablar a ella, ya que cortó antes de que ella pudiera pronunciar palabra, y advertirle que había marcado número equivocado.

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